«El maestro deja una huella para la eternidad; nunca puede decir cuándo se detiene su influencia».
– Henry Adams
La función del maestro en la sociedad es de suma importancia y no solamente tiene trascendencia en el ámbito de la transmisión de conocimiento y el desarrollo de la creatividad, sino también por la figura que representa e implica como autoridad e institución. La misma escuela funge como continente, como indicador de un límite, considerándose como un lugar que representa “un segundo hogar”. Igualmente, la escuela es considerada “una segunda familia” y que, en muchos casos de niños, niñas y adolescentes, es en la escuela donde logran encontrar una estructura y en los profesores, soporte. Es con los maestros con quienes se logra conseguir un apoyo afectivo, protección y tener una formación como sujetos, dado que fungen como figuras con las que los niños y las niñas logran identificarse y construir en cierta medida, su propia identidad.
De la misma manera, maestros y maestras contribuyen de forma significativa en la detección de conflictos emocionales ya sea por medio de su amplia experiencia al tratar con la población de alumnos y alumnas, o por que han tenido la oportunidad de adentrarse en adquirir conocimiento de las afecciones emocionales. Por lo tanto, su lugar y su labor es valiosa también en el ámbito de la salud mental.
De allí que es importante que quienes dediquen su vida a la docencia cuenten con capacitaciones que les permita desarrollar herramientas de detección de situaciones que deben de atenderse por un profesional de la salud, así como también para intervenir directamente con sus alumnos y alumnas y con ello, abrir espacios en los que sostengan dudas e incertidumbres de los estudiantes. No es una tarea sencilla, sobre todo cuando nos referimos a sostener dado que cada alumno cuenta con una historia diferente y, por ende, una forma distinta para vincularse con sus profesores: habrá alumnos cumplidos, otros que buscan pasar desapercibidos, otros tantos que reten y desafíen a sus profesores. ¡Qué difícil dar soporte, mantenerse ecuánime y comprensivo con alumnos complicados! Más aún, cuando desde su lugar como docentes, logran observar que los conflictos que reflejan los estudiantes tienen relación directa con una participación (activa o pasiva) de la familia, la cual también en ocasiones se opone a mejorar la calidad de vida de los alumnos.
Es común que los dolores psíquicos o emocionales que el infante o el adolescente padece se presenten también en el aula, como una repetición o un nuevo intento de solución a aquello que no se pudo resolver con sus padres o familia. Es por ello, que del mismo modo que el niño o la niña puso a prueba a sus padres, también pondrá a prueba al maestro con el objetivo de tener una respuesta más efectiva, pero más complicada por tratar de dar solución en un lugar distinto a donde ocurrió originalmente el conflicto.
Por este motivo, los espacios de formación para docentes, además de proveerles de guías para identificar síntomas en los estudiantes, también requieren de pausas para escuchar, observar y después reflexionar sobre el comportamiento de sus alumnos, así como también necesitan del apoyo y colaboración de profesionales en la salud mental y de familiares. Lo anterior no solo facilitará en el alumnado a aprender en sentido de la instrucción o adquisición de información, sino también de aprehender para que el estudiante haga propio ese conocimiento de sí mismo y de sus emociones.